En el sermón del monte, Jesús nos enseña a orarle a Nuestro Padre Celestial, y en una de sus partes, Él establece que el perdón para nuestros semejantes debe de ser requisito para buscar el perdón de Dios. Nuestro compromiso en torno al perdón de las ofensas hechas por nuestro prójimo hacia nosotros, es tan importante delante de Dios porque eso nos pone en una situación privilegiada para solicitar el perdón de parte de Dios por nuestras propias ofensas.
Llevando esta regla a la práctica de la vida cristiana, podemos concluir que en la iglesia no podemos tener resentimientos con nuestros hermanos, sin importar el daño que ellos nos hayan ocasionado, pues eso mismo esperamos nosotros de Dios, que nos perdone nuestras culpas o pecados, sin importar cuales hayan sido. Es una regla básica y sencilla: con la misma vara con que medís; os serás medido. Es cierto, que las ofensas dañan, hieren y nos perjudican; pero si queremos que Dios nos perdone, entonces debemos de estar dispuestos a olvidar las ofensas, tal como lo hace Dios, quién por cierto dice: Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados. Isaías 43: 25.
Cuando nosotros no perdonamos, permitimos que las raíces de amargura invadan nuestro corazón, y como el cáncer nos irá comiendo poco a poco hasta aniquilarnos por completo. Para ser felices, debemos de perdonar dejando en las manos de Dios todo el daño que nos han ocasionado las demás personas, y sentirnos contentos de que si hay malos en este mundo, gracias a Dios, que no somos nosotros.........